MEMORIAS DEL SUBSUELO
Por Fedor Dostoievski
Soy un enfermo...un hombre malo. No hay nada de atrayente en mí. Creo que mi hígado anda mal. Pero en verdad
no sé absolutamente nada acerca de mi dolencia, ni siquiera estoy muy seguro de cuál es. No estoy bajo tratamiento, y nunca
lo estuve, aunque siento gran respeto por la medicina y los médicos. Además lo bastante para respetar a la medicina. Dada
mi educación, no debería ser supersticiosa, pero lo soy. No, yo diría que rechazó la ayuda médica nada más que por espíritu
de contradicción. No espero que me entiendan esto, pero así es. Por supuesto, no puedo explicar a quién trata de engañar de
esta manera. Tengo plena conciencia de que no me es posible perjudicar a los médicos impidiendo que me curen. Sé muy bien
que el perjudicado soy yo, y nadie más. Pero de cualquier manera, sólo por malicia me niego a aceptar su ayuda. ¿Me duele
el hígado? ¡Magnífico, que siga doliendo!
Hace mucho tiempo que
vivo así, veinte años o más. Ahora tengo cuarenta. Antes era empleado del gobierno, pero ya no. Era un mal funcionario, grosero,
y me complacería serlo. Como no aceptaba sobornos, tenía que compensarlo de alguna manera. (Esta es una pésima muestra de
ingenio, pero no la borraré ahora. La escribí pensando que parecería chistosa. Pero ahora me doy cuenta de que es una jactanciosidad
vulgar, de modo que la dejaré sólo por este motivo).
Cuando los peticionantes
se acercaban a mío escritorio en procura de información, les mostraba los dientes, y me sentía indescriptiblemente dichoso
cuando lograba que uno de ellos se sintiera desdichado. Por lo general eran personas tímidas pues iban a pedir algo. Pero
uno de ellos constituía una excepción a la regla. Era un oficial, y yo experimentaba una particular repugnancia hacia él.
No se dejaba amedrentar. Tenía una forma especial de hacer tintinear el sable. Desagradable. Durante dieciocho meses le hice
la guerra cuando yo era todavía joven.
¿Quieren que les diga
que pasaba verdad? Bueno, el centro del asunto, el aspecto más repulsivo de mi maldad, era que cuando estaba en mi peor humor
hepático, tenía conciencia de que en verdad no era tan perverso ni tan colérico, y que no hacia más pasar el rato, por decirlo
así, para distraerme. Puede que estuviera echando espumarajos de furia, pero si uno me traía una muñeca para jugar, o me ofrecía
una buena taza de té con azúcar, lo más probable era que me calmara. E inclusive me sentía profundamente conmovido, aunque
enojado conmigo mismo; y más tarde hacía rechinar los dientes y perdía el sueño durante varios meses. Así era yo.
Hace un momento mentí,
cuando dije que fui un mal funcionario. Y mentí por malicia. Me divertía a costa de los peticionantes y de ese oficial, pero
en el fondo nunca puede ser malo. Conocía los numerosos elementos que había en mí, y que eran lo contrario de la maldad. Sentía
que bullían en mí desde toda la vida, que trataban de salir a la superficie, pero yo les impedía hacerlo. Me atormentaban,
me provocaban vergüenza y convulsiones, y me tenía harto. ¡Ah, qué cansado estaba de ellos! ¿Les parece que estoy tratando
de justificarme, de pedirles que me perdonen? No me cabe duda de que piensan eso...Bueno, créanme, no me importa que piensen
así.
No conseguía ser malo,
pero tampoco amistoso, ni infame, ni honrado, ni un héroe, ni un insecto. Y ahora vivo mi vida en un rincón, trato de consolarme
con la estúpida, inútil excusa de que un hombre inteligente no puede convertirse en nada, de que solo un tonto puede hacer
consigo lo que quiera. Es verdad que un hombre inteligente del siglo XIX tiene que ser una criatura invertebrada, en tanto
que un hombre de carácter, el hombre de acción, es, en la mayoría de los casos, una persona de inteligencia ilimitada. Esta
es mi convicción a los cuarenta años de edad. Ahora tengo cuarenta, y cuarenta años es toda una vida; cuarenta años es la
vejez. ¡Es indecente, vulgar e inmoral vivir más allá de los cuarenta! ¿Quién lo logra? Contésteme con sinceridad. O déjenme
que contesto yo: los tontos e inútiles. Esto lo repetiré en la cara de cualquiera de esos venerables patriarcas, de todos
esos respetables hombres canosos, para que lo escuche todo el mundo. Y tengo derecho a decirlo, porque yo viviré hasta los
sesenta. ¡Hasta los setenta! ¡Llegaré a los ochenta...! Esperen, déjenme recobrar el aliento...
¿Piensan que estoy tratando
de hacerles reír? Entonces han vuelto a entenderme mal. No soy en modo alguno el tipo alegre que creen, o que podrían creer
que soy. Pero si les irrita mi parloteo (y siento que ya debe molestarles), y tienen ganas de preguntarme quién diablos son
al fin de cuentas, tendré que contestar que soy un asesor colegiado, empleado de octava clase. Entre en el servicio para poder
comer (y sólo por eso). Pero cuando murió un pariente lejano, dejándome seis mil rublos, renuncié en el acto y me instalé
aquí, en mi rincón. He vivido aquí aún antes de eso, pero ahora estoy establecido de verdad. Mi habitación es miserable y
fea, y se encuentra en las afueras de la ciudad. La criada es una campesina, mala por pura estupidez; además, siempre huele
mal. Me dicen que el clima de Petersburgo es malo para mí y que, dado lo escaso de mis ingresos, resulta un lugar muy caro.
Todo eso lo sé. Lo sé mejor que todos mis presuntos consejeros. ¡Pero me quedaré en Petersburgo! ¡No me iré! No me iré porque...
*
(...) ¿Quién fue el primero
que dijo que el hombre hace cosas feas sólo porque no sabré cuáles son sus verdaderos intereses, que si alguien lo esclareciera
en ese sentido dejaría inmediatamente de actuar como un cerdo y se volvería noble y bondadoso? Al verse esclarecido, continua
el argumento, y al advertir en qué consiste en su verdadero interés, se daría cuenta de que este tiene su centro en la acción
virtuosa. Y como ya se sabe que un hombre no actúa en forma deliberada contra sus intereses, se seguiría de ello que no tendría
más elección que las de volverse bueno. ¡Oh, cuánta inocencia! ¿Desde cuándo, en estos últimos milenios, ha actuado el hombre
exclusivamente por su propio interés? ¿Y qué hay de los millones de hechos que demuestran que los hombres, de modo deliberado
y con pleno conocimiento de cuáles eran sus verdaderos intereses, los despreciaron y se precipitaron en una dirección distinta?
Y lo hicieron por su propia cuenta, sin que nadie los aconsejara, negándose a seguir el camino seguro, trillado, y lo siguieron
con empecinamiento, a oscuras. ¿No sugiere esto que la testarudez y la terquedad eran más fuertes en esos hombres que sus
intereses?
¡Interés! ¿Qué interés?
¿Pueden ustedes definir cuál es el interés de un ser humano? Y supongamos que el interés de un hombre no sólo concuerda con
algo dañino, antes que con algo ventajoso, sino que además lo exige. Por supuesto, si ese caso es posible, entonces la regla
queda reducida a polvo. Y ahora díganme: ¿es posible un caso así? Pueden reír, si lo desean, pero quieren que me contesten
lo siguiente: ¿no hay una medida exacta para las ventajas humanas? ¿No se omiten algunas que no pueden ser incluidas en esta
clasificación? Por lo que puede entender, ustedes han basado su escala de ventaja en promedios estadísticos y en fórmulas
científicas pensadas por los economistas. Y como la escala está compuesta de intereses tales como la felicidad, la prosperidad,
la libertad, la seguridad y todo lo demás, un hombre que de modo deliberado hiciera caso omiso de dicha escalera sería
tachado por ustedes -y también por mí en realidad- de oscurantista, de loco de remate. Pero lo verdaderamente notable es que
los estadísticos, los sabios y los humanitarios de ustedes, cuando hacen la lista de los intereses humanos, insisten
en omitir uno de ellos. Jamás se acuerdan de él, con lo cual invalidan todo sus cálculos. Cualquiera creería que es muy fácil
agregarlo a la lista. Pero ese es el problema; no encaja en ninguna escala ni diagrama.
Por ejemplo, damas y
caballeros, yo tengo un amigo; es claro que también es amigo de ustedes y en realidad, de todo el mundo. Cuando a punto de
hacer algo, este amigo explicar con palabras pomposas y en detalle de qué manera debe actuar para concordar con los preceptos
de la justicia y razón. Más aún, se muestra apasionado cuando perora sobre los intereses humanos; desprecia a los tontos miopes
que no saben qué es la virtud o qué les conviene. Luego, exactamente quince minutos después, sin un motivo externo evidente,
pero impulsado por algo interior, más fuerte que toda consideración de intereses, describe una piriueta y dice todo lo contrario
de lo que ha venido diciendo. A saber, desacredita las leyes de la lógica y sus propios intereses; en una palabra, lo ataca
todo...
Ahora bien, como mi amigo es
un tipo complejo, no es posible desecharlo por considerarlo un individuo raro. De manera que quizás exista algo que todos
los hombres valoran por encima de las más altas ventajas individuales, o (para no ser ilógicos) es posible que haya una ventaja
humana mas ventajosa (precisamente la que siempre se omite) que también es más importante que las otras y por lo cual un hombre,
si es necesario, hará frente a la razón, el honor, la seguridad y la prosperidad -en una palabra, a todas las cosas bellas
y útiles- nada más que para alcanzarla, para lograr la ventaja más ventajosa de todas, las más cara para él.
-Y qué - me interrumpirán
ustedes-; de cualquier manera es una ventaja.
Un momento. Quiero expresarme
con claridad. No es un problema de palabras. Lo notable de ventaja es que transforma todas las clasificaciones y tablas compuestas
por los humanitaristas para felicidad del género humano,. Las ahuyenta, por decirlo así. Pero antes de dar nombre a esa ventaja,
permítaseme comprometerme y declarar qué todos esos encantadores sistemas, todas esas teorías que explican al hombre cuál
es su verdadero interés, de modo que al alcanzarlo se vuelva en el acto bueno, y noble, todas ellas no son, en mi opinión,
otra cosa que estériles ejercicios de lógica. Sí, nada más que eso. Por ejemplo, proponer la teoría de la regeneración
humana por la búsqueda de sus verdaderos intereses es, creo yo, casi como...bueno, como, decir, cual dice H.T. Buckle, que
el hombre madura bajo la influencia de la civilización y se vuelve menos sanguinario y propenso a hacer la guerra. Para llegar
a esta conclusión parece haber seguido un razonamiento lógico. Pero los hombres lo adoran los razonamientos abstractos y las
sistematizaciones bien elaboradas, a tal punto, que no les molesta deformar la verdad, cierran los ojos y los oídos
a todas las pruebas que los contradicen, con tal de conservar sus construcciones lógicas. Y yo diría que el ejemplo que he
tomado aquí es en verdad flagrante. No hay más que mirar en torno y se verán derramamientos de sangre, y la sangre es derramada
casi jugando, como si fuese champagne. ¡Ahí tienen a Estados Unidos, esa indisoluble unión, hundida hasta el cuello en la
guerra civil! Ahí tiene la farsa de Schleswig-Golstein...
¿Y qué hay en nosotros
que haya sido suavizado por la civilización? Afirmo que lo único que ésta hace es desarrollar en el hombre una mayor capacidad
para experimentar una mayor variedad de sensaciones. Y nada, absolutamente nada más. Y gracias a ese desarrollo, es posible
que el hombre puede todavía aprender a gozar con el derramamiento de sangre. ¡Pero su eso ya ha sucedido! ¿Se han dado cuenta,
por ejemplo, de que los tiranos, mas refinados y sanguinarios, comparados con quienes los Atila y los Stenka Tazin equivalen
a simples niños de coro, son a menudo exquisitamente civilizados? En realidad, si no resultan tan notables es porque hay demasiados
de ellos, y porque se nos han vuelto demasiado familiares. La civilización ha hecho al hombre, si no siempre mas sediente
de sangre, por lo menos mas furiosas, mas horriblemente sanguinario. En el pasado se veía justicia en el derramamiento de
sangre, y se mataba, sin mayores remordimientos de conciencia, a aquellos a quienes se consideraban necesario matar. Hoy,
aunque consideramos espantoso derramar sangre, seguimos haciéndolo, y en escala mucho mayor que hasta ahora. Se ha dicho que
Cleopatra -y, por favor, perdónenme por este ejemplo de la historia antigua- sentía placer cuando clavaba agujas de oro en
los pechos de sus esclavas, que se deleitaba con sus gritos y contorsiones. Podrán ustedes objetarme que esto sucedía en tiempo
relativamente bárbaros; o quizá digan que todavía hoy vivimos en una época bárbara (también en términos relativos), que todavía
se clava agujas a la gente y que aún hoy, aunque el hombre ha aprendido a tener más discernimiento que en tiempos antiguos,
todavía debe aprender a seguir los dictados de su razón.
Ello no obstante, en
los pensamientos de ustedes no cabe duda alguna de que lo aprenderá en cuanto se haya liberado de ciertas malas costumbres
antiguas, y cuando el buen sentido y la ciencia hayan reeducado por completo la naturaleza humana, dirigiéndola por los caminos
adecuados. Parecen estar seguros de que el hombre mismo abandonara sus extravíos por su propia y libre voluntad, y dejará
de oponer su arbitrio a sus intereses. Más aún: dicen que la ciencia enseñará al hombre (aunque se me ocurre que esto es un
lujo) que no tiene voluntad ni caprichos- que en verdad nunca los tuvo-, que es algo así como un teclado de piano o un pedal
de órgano; que por otra parte, hay en el universo leyes naturales, y que todo lo que le ocurre sucede fuera de su voluntad,
por sí mismo, como si dijéramos, en consonancia con las leyes de la naturaleza. Por lo tanto, lo único que queda por hacer
es descubrir esas leyes y el hombre ya no será responsable de sus actos. Entonces la vida resultará en verdad fácil para él.
Todos los actos humanos serán incorporados, por medio de una lista, a algo así como tablas de logaritmos, digamos hasta el
número 108.000, y trasladaos a un almanaque. O mejor aún, aparecerán catalogados destinados a ayudarnos tal como hacen los
diccionarios y las enciclopedias. Contendrán detallados cálculos y pronósticos exacto de todo lo que vendrá, de modo que ya
no sean posible en este mundo las aventuras ni la acción.
Y entonces -ustedes
son quienes hablan- surgirán nuevas relaciones económicas, relaciones hechas de medida y calculadas de antemano con precisión
matemática, de forma que en el acto desaparecen todos los problemas posibles, porque todos reciben las soluciones posibles.
Y entonces se levantará el utópico palacio de cristal; y entonces...bueno, la vida será eterna bienaventuranza.
Por supuesto, ni pueden
garantizar (ahora hablo yo) que eso no resulte espantosamente aburrido (¿pues qué se podrá hacer cuando todo esté predeterminado
por almanaques?). Pero, por otra parte, todo estará planeado en forma muy razonable.
Pero es posible que
uno haga cualquier cosa de puro tedio. Por aburrimiento se clava agujas de oro a la gente. Pero eso no es nada. Lo verdaderamente
mal (soy yo quien vuelve a hablar) es que entonces las agujas de oro serán consideradas una bendición. El problema del hombre
consiste en que es estúpido. Fenomenalmente estúpido. O sea, que aunque no sea estúpido de veras, es tan desagradecido, que
no es posible encontrar otra criatura tan ingrata. A mí, por ejemplo, no me sorprendería en modo alguno, sí, en esa futura
era de la raza apareciera de pronto un caballero con una sonrisita desagradecida, o digamos retrógrada, y, con los brazos
en jarra, nos dijera:
-¿Qué les parece, amigos?,
mandemos esta razón al demonio, saquémonos de debajo de los pies todas estas tablas de logaritmos y volvamos a nuestras propias
y estúpidas costumbres.
Eso no es tan enojoso
por sí mismo: lo malo es que ese caballero encontraría partidarios, con toda seguridad. Porque así está hecho el hombre.
Y la explicación es
tan sencilla, que casi no parece haber necesidad de presentarla; a saber, prefiere actuar como se le antoja, y no como le
dicen la razón y sus intereses, pues es muy posible que sienta deseos de actuar contra sus intereses, y en algunos casos digo
que desea positivamente actuar de esa manera. Pero es es mi opinión personal.
De manera que la libre
e ilimitada elección de uno, el capricho individual, aunque sea el más loco, producto de una fantasía llevada a veces hasta
el frenesí, esa es la ventaja más ventajosa que no puede ser incorporada a ninguna tabla ni escala, y que convierte en polvo,
con su solo contacto, todos los sistemas y todas las teorías. ¿Y de dónde sacaron todos esos sabios la idea de que el hombre
debe tener algo que en opinión de ellos es una serie de deseos normales y virtuosos? ¿Qué les hace creer que la voluntad humana
tiene que ser razonable y concorde con sus intereses? Lo único que el hombre necesita de veras es la voluntad independiente,
a toda costa y sean cuales fueren las consecuencias.
Hablando de la voluntad,
maldito sea si...
-¡Ha, ja, ja! Hablando
en términos estrictos, ¡eso que se llama voluntad no existe!- me interrumpirán ustedes con una risotada-. Hoy la ciencia ha
logrado disecar al hombre lo suficiente como poder afirmar que lo que conocemos con el nombre de deseo y libre albedrío no
es más que...
¡Esperen, esperen un
momento! Ya iba a llegar a eso. Admito que inclusive me asusto un poco. Estaba a punto de decir que la voluntad dependía del
diablo sabe que, y que quizá deberíamos estarle agradecidos a Dios por eso, pero entonces me acorde de la ciencia y eso me
freno. Y en ese momento ustedes me interrumpieron. Ahora bien, supongamos que un día descubrieran de verdad una fórmula que
constituyera la raíz de todos nuestros deseos y caprichos, y que nos dijera de que dependen estos, a que leyes están sometidos,
como se desarrollan, hacia que apuntan en tal y cual caso, etcétera; es decir, supongamos que encontrasen una verdadera ecuación
matemática. Bueno, lo más probable es que entonces el hombre deje de tener deseos, casi con seguridad. ¿Qué alegría podría
encontrar en el hecho de funcionar de acuerdo a una tabla de tiempos? Más aún, se convertiría en un pedal de órgano, o algo
por el estilo, ¿pues que es un hombre sin voluntad, deseos, ni aspiraciones, sino un pedal de órgano?
Examinemos, por consiguiente,
las posibilidades de que eso ocurra o no. ¿Qué les parece a ustedes?
-Hummm -me dirán-,
la mayor parte de nuestros deseos son errados a consecuencia de una evaluación equivocada de cuáles son nuestros intereses.
Si a veces deseamos algo que no tiene sentido, ello se debe a que, en nuestra estupidez, creemos que es la forma más fácil
de lograr una supuesta ventaja. Pero cuando todo eso nos ha sido explicado y elaborado en una hoja de papel (lo cual es posible,
porque es despreciable y carente de razón afirmar que pueden existir leyes de la naturaleza que el hombre no logre penetrar),
tales deseos dejarán sencillamente de existir. Pues cuando el deseo se combina con la razón, en lugar de desear razonamos.
En ese caso resulta imposible conservar la razón y desear algo insensato, es decir, nocivo. Y en cuanto sea posible computar
todos nuestros deseos y razonamientos (pues llegara el día en que entendamos qué es lo que gobierna a lo que ahora describimos
como nuestro libre albedrío), es probable que contemos con algún tipo de tablas que orienten nuestros deseos, lo mismo que
cualquier otra cosa. De manera que si un hombre le saca la lengua a alguien será porque no puede dejar de sacarla, y porque
tiene que hacerlo colocando la cabeza exactamente en el ángulo en que lo hace. ¿Y qué libertad quedará entonces en él, en
particular si es un hombre culto, un hombre de ciencia diplomado? ¡Pues podrá planificar su vida con treinta años de anticipación!
De todos modos, si se llega a eso no tendremos más remedio que aceptarlo. Debemos repetirnos a cada rato que en ningún
momento ni lugar nos pedirá la naturaleza permiso para nada; que debemos aceptarla tal como es, y no tal como nos la pintamos
en la imaginación; que si avanzamos hacia los gráficos, las tablas de tiempos y aun los tubo de ensayo, bueno, tendremos que
aceptar todo eso, ¡incluido, por su puesto, el tubo de ensayo! Y si no queremos aceptarlo, la naturaleza misma hará que...
Sí, sí, ya sé,
ya sé... Pero ahí hay un inconciente, por lo que a mí respecta. Tendrán que perdonarme, damas y caballeros, si me hago un
embrollo con mis propios pensamientos. Hay que tener en cuenta el hecho de que me he pasado los cuarenta años de mi vida en
una cuevas de ratones, debajo de piso. Permítanme, entonces, que de rienda suelta a mi fantasía.
Admiro que la razón
es algo bueno. Eso no se puede discutir. Pero la razón es sólo razón, y no hace más que satisfacer las exigencias racionales
del hombre. Por otra parte, el deseo es la manifestación de la vida misma -de todo la vida-, y lo abarca todo, desde la razón
hasta el impulso de rascarse. Y aunque la vida puede convertirse a menudo en un asunto sucio cuando somos orientados por nuestros
deseos, sigue siendo vida, y no una serie de extracciones de raíces cuadradas.
Yo, por ejemplo, por
instinto quiero vivir, ejercer todos los aspectos de la vida que hay en mí, y no sólo la razón, que equivale quizás a no más
de un vigésimo del todo.
¿Y qué sabe la razón?
Sólo sabe lo que ha tenido tiempo de aprender. Muchas cosas seguirán siendo desconocidas para ella. Esto hay que decirlo aunque
no tenga nada de alentador.
Pero la naturaleza humana
es todo lo contrario. Actúa como una entidad, usa todo lo que tiene, lo consciente y lo inconciente, y aunque nos engañe,
vive. Sospecho, damas y caballeros, que me están mirando con compasión, preguntándose cómo no logro entender que un hombre
esclarecido y culto, como el hombre del futuro, no puede tener deseos deliberados de perjudicarse. Para ustedes es una cuestión
de matemáticas puras. De acuerdo, es matemáticas. Pero déjenme repetirles por centésima vez que existe un caso en que el hombre
puede desear, con plena conciencia, hacerse algo dañino, estúpido y aun totalmente idiota. Y lo hará para dejar sentado su
derecho a desear las cosas más idiotas, y para verse obligado a tener sólo deseos sensatos. ¿Pero que resulta ser la cosa
más ventajosa de la tierra para nosotros, como a veces sucede? En términos específicos, puede resultar más ventajoso para
nosotros que cualquier otra ventaja, aun cuando resulte evidente que nos hace daño y que contraría todas las conclusiones
sensatas de nuestra razón respecto de nuestros intereses. Porque, suceda lo que sucediere, nos deja nuestra posesión más importante, más preciada: nuestra individualidad.
Algunas personas reconocen,
por ejemplo, que el deseo podría ser lo que el hombre más atesora. Es claro que el deseo, si así lo quiere, puede concordar
con la razón, en especial si se lo usa con frugalidad, sin ir nunca demasiado lejos. Entonces el deseo resulta útil, y hasta
digno de elogio.
Supongamos, damas y
caballeros, que el hombre no es estúpido. (Porque, en verdad, si decimos que es estúpido, ¿a quién podremos llamar inteligente?)
Pero aunque no sea estúpido, es monstruosamente desagradecido. ¡Fenomenalmente desagradecido! Inclusive diría que la mejor
definición de hombre es: un bípedo desagradecido. Pero ese es todavía su defecto principal si principal defecto es su perversidad
crónica, y ya ha sufrido de ella a todo lo largo de la historia, desde el Diluvio hasta las crisis de Schleswig- Golstein.
Perversión y, por lo tanto, falta de buen sentido, pues bien, se sabe que la perversidad se debe a la carencia de buen sentido.
Echen una ojeada a la historia de la humanidad y díganme qué ven en ella. ¿Les parece majestuosa? Es posible. El Coloso de
Rodas es lo bastante impresionante como para haber impulsado al señor Anaievski a decir que algunos la consideran una obra
del hombre y otros una creación de la naturaleza. ¿La encuentran llena de colorido? Sí, supongo que en la historia de la humanidad
hay mucho color. Piénsese en todos los uniformes militares y en todas las vestimentas civiles. Esto por si mismo parece bastante
impresionante. Y si pensamos en todos los uniformes que se usan en todas las ocasiones semioficiales, hay tanto colorido,
que cualquier historiador quedaría deslumbrado. ¿Les parece monótona? Sí, hay mucho de razón en eso. Combaten y combaten y
combaten; están combatiendo ahora, lucharon antes y volverán a hacerlo en el futuro. Sí, convengo en que es un poco monótona.
De modo que ya ven;
sobre la historia mundial se puede decir cualquier cosas; todas y cualquiera de las cosas que se le pueda ocurrir a la imaginación
más mórbida. Menos una. No se puede decir que la historia sea razonable. La palabra se le queda a uno en la garganta. Y he
aquí lo que sucede a cada rato: hombres buenos y razonables, sabios y humanitarios, tratan de vivir una vida constantemente
buena y sensata, de servir, por decirlo así, de antorchas humanas para iluminar el camino de sus prójimos, para demostrarles
qué puede hacerse. ¿Y qué resulta de ello? Por supuesto, tarde o temprano, estos amantes del género humano se dan por vencidos,
algunos en medio de un escándalo, y a menudo de un escándolo bastante indecente.
Y ahora quiero preguntarles
algo: ¿qué se puede esperar del hombre, si se tiene en cuenta que es una criatura tan extraña? Se pueden derramar sobre él
todas las bendiciones de la tierra, ahogarlo en dicha, de modo que sólo se vea las burbujas que suben a la superficie de su
ventura; se le puede otorgar tal seguridad económica, que no tenga que hacer otra cosa que dormir, mordisquear tortas y preocuparse
de impedir que la historia mundial se interrumpa. Y aun entonces, por pura malicia se interrumpe. Y aun entonces, por pura
malicia e ingratitud, el hombre les hará una sucia jugarreta. Inclusive pondrá en peligro su vida en beneficio de las más
flagrante estupidez, de la tontería económicamente más insegura, nada más que para inyectar sus propias fantasías, desastrosas
y letales, en toda la solidez y sensatez que lo rodean. Precisamente quiere preservar sus perniciosas fantasías y sus vulgares
trivialidades, aunque sólo sea para asegurarse de que los hombres siguen siendo hombres (como si eso fuera tan importante),
y no teclados de piano, que responde a las leyes de la naturaleza. Quien sabe por qué, al hombre le molesta la idea de no
poder desear ese deseo no figura en su tabla de tiempos en ese momento.
Pero aunque el hombre
fuese otra cosa que una tecla de piano, aunque tal cosa se le pudiera demostrar por métodos matemáticos, no volvería en sí,
sino que utilizaría alguna de sus tretas, por pura ingratitud, nada más que por salirse con la suya. Y si no los tuviera a
mano, inventaría los medios de destrucción, de caos, y todos los tipos de sufrimiento necesarios para lograr su objetivo.
Por ejemplo, maldeciría en voz lo bastante alta para que todo el mundo lo escuchara -maldecir es prerrogativa del hombre,
y lo distingue de todos los demás animales-, y quizás el solo hecho de maldecir le daría lo que quiere, es decir, le demostraría
que es un hombre, y no una tecla de piano.
Pero se puede decir que
también esto es posible calcularlo de antemano e incluirlo en la lista -el caos, las maldiciones y todo-, y que la posibilidad
misma del cálculo lo impediría, de forma que predominaría la cordura. ¡Oh, no! En ese caso el hombre enloquecería adrede,
nada más que para incomunicarse a la razón.
Creo que esto es así
y estoy dispuesto a jurar porque me parece que el sentido de la vida del hombre consiste en demostrarse a sí mismo, a cada
instante, que es un hombre, y no una tecla de piano. Y el hombre seguirá demostrándolo, pagándolo con su piel; si hace falta,
se convertirá en un troglodita. Y como esto es así, no puedo dejar de alegrarme de que las cosas sigan siendo como son y que
por el momento nadie sepa qué es lo que determina nuestros deseos. (*)
Fuentes
Textos electrónicos de algunas de las obras de Dostoyevski (inglés) Selección de textos electrónicos de Dostoyevski
del Proyecto Digital de la Penn Library (inglés) Textos completos
de algunas obras de Dostoyevski en su idioma original (ruso) Algunas fotos
de lugares y estatuas relacionadas con Dostoyevski y su obra.
El Poder de la Palabra Barcelona - Nueva York
La Ratonera Buenos Aires, Centro
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